«Uno de cada diez runners saluda cuando se cruza con otro. Nueve de cada diez corredores saludan cuando se cruzan con otro». (@runerenfurecido)
El despertar
Desde la planta 11 del hotel sigo escuchando la trompeta que me ha acompañado durante toda la noche. Son las 06:15 y llevo despierto desde las 3. El ‘jet lag’ mantiene mi cuerpo en otro espacio tiempo. Yo ya estoy en la media mañana española. (Allí son las 12:15 horas).

15 minutos después y vestido para la ocasión piso la calle. No soy el único compatriota afectado por la diferencia horaria que ha decidido comenzar el día viendo el amanecer. Pero de todos los que observo, sí soy el único que va a correr en el Malecón de La Habana.
El muchacho de la trompeta y todos sus acompañantes han abandonado la fiesta callejera. Puede que sean esos que, subidos al muro, lanzan ya los anzuelos al agua del Océano Atlántico. O aquellos que, unos metros más allá, continúan tomando ‘tragos’. Quizá, la señora de curvas generosas y gorra de beisbol también ha participado de la algarabía nocturna. Ahora, con la colilla de un puro en la boca barre el paseo.
– «Buenos días señor». Y me sonríe mientras devuelvo el saludo.
La ida

Entre españoles desvelados y cubanos que alargan la noche aparecen los primeros atletas. Por todas partes. desde la izquierda y desde la derecha.
Es fácil diferenciar al corredor local del corredor turista. El aborigen lleva cualquier zapatilla, cualquier camiseta, cualquier pantalón, sin diseño, sin marca. Los ‘guiris’, no. Nosotros parecemos un catálogo.
El paseo entero tiene cerca de 8 kilómetros, 16 al completarlo en ambos sentidos. Mi excursión será un poco más corta.
El recorrido, obviamente, es llano. Un acera tan ancha permitiría rodar con comodidad si no fuese porque el suelo está muy desgastado. Hay grandes desconchados y algún que otro agujero, hay cascos de bebidas, hay cucarachas, vómitos, cacas de perro y meados humanos. Huele a mar, huele a cloaca, huele a fluidos personales. Hay brisa, a favor y en contra. Varía.

Y hay compañeros de fatigas. Unos saludan. Sea de palabra, sea de gesto. Otros no. Pasan. Quizá no son corredores y solo llegan al estatus de runners. Y algo llama la atención todos, todos los cubanos siempre devuelven una sonrisa y algunas palabras.
La venida

Mi ida acaba en el Castillo de la Punta. El regreso se complicará por algo tan sencillo como el agua. No llevo y, en el Malecón, no hay fuentes. De haber tampoco bebería pues eso me han recomendado.
Lejos todavía de las 8 de la mañana debo estar cerca de los 30 grados. La humedad resulta inclasificable. El final del camino, de los 12 kilómetros previstos, acaba siendo angustioso. Sudo como si acabase de salir de la ducha. A 300 metros del hotel vuelvo a encontrar a la barrendera. Sonrío y exclamo: «Hasta luego, señora».
– «Adiós, mi gordito. Que tenga un buen día».
Otra historia de Cuba: «En el parque José Martí».